y usted, ¿de qué se ríe?

Fragmentos del cuaderno de campo de La Cuadrilla, para la investigación acerca del origen y circunstancias de «La Risa Española».

Oído en un bar:

… Estoy en la calle. Un hombrecillo quebroso me cuenta un chiste, bastante malo por cierto. Se trata de un viejo chiste sobre un ciego y un cojo que se encuentran.
CIEGO (Al cojo): ¿Qué tal andas?
COJO (Al ciego): Pues ya ves…

-No esta mal. Tiene mala leche-, le digo para que me deje en paz. El hombrecillo se ríe sonoramente de su propio chiste y, montándose en un engendro de tres ruedas, coloca sus muletas en la caja trasera. Golpea mecánicamente la palanca de arranque con una de sus piernas. Pero, con las risas, no se ha dado cuenta de que está recogida hacia dentro. Su bota ortopédica, la de la pierna de madera, resbala sobre el chasis y toda su extremidad inferior se desprende. El hombre quiere cogerla al vuelo y va tras ella. En el suelo, sin pierna y sin muletas, hace vanos esfuerzos por enderezar su situación. Ya no se ríe. Yo sí.

He aquí la frágil frontera de lo que es gracioso y lo que no lo es. No nos reímos de lo que alguien hace para que nos riamos pero, si podemos, nos reímos de él. Y esta risa sale de lo más profundo de los intestinos. Es, por lo tanto, más larga y tiene peor sabor. No hablamos de la sonrisa sajona, la de los dobles sentidos y equívocos, que tan buen sabor de boca dejan en sus historias de enredo. Hablamos de reírse abiertamente. De carcajearse miserablemente del payaso que se esfuerza en la plaza del pueblo, acompañándole un tomatazo si nadie nos ve.

A todo ésto, un hombre amable -ex-cura para más datos- ha llegado hasta el lugar y, mientras hacía mis reflexiones, ha logrado aupar al hombrecillo en su moto. Coloca la pierna de torno en la caja, junto a las muletas. El pequeño ciclomotor no quiere arrancar y el buen samaritano empuja unos cuantos metros. Viene hasta mí. Dice que deben ser los platinos y aprovecha la situación para contarme un chiste que le viene a la memoria:
Un hombre en un bar. Bebe a espuertas. El camarero, preocupado por su cliente, le dice que no debería beber más. El borracho, lejos de aceptar el consejo, se pide otras dos y se las echa al coleto.

Omito la cantidad de veces que vuelve a suceder lo mismo. Es lo malo de estos cuenta-chistes callejeros: no tienen sentido de la medida. Iré directamente al final, veinte copas más tarde:

El hombre rueda por las escaleras del bar y sale del establecimiento a rastras. Ignoramos como llega al portal de su casa, pero debemos imaginar que de la misma forma. Las escaleras suponen para él un auténtico suplicio: cinco pisos y sin ascensor. Cuando entra en su hogar, intenta no hacer ruido. Su mujer no debe enterarse de la hora ni, sobre todo, del estado en el que llega. Se quita la chaqueta y el pantalón y, como buenamente puede, se mete en la cama sin que se entere la parienta.

A la mañana siguiente su mujer le despierta con una colleja.
MUJER: Anda que a buenas horas llegaste ayer. ¡Y menuda trompa!
El marido lo niega todo.
MUJER: Pero cómo. Todavía te atreves a negarlo. Pero si han llamado del bar para decir que te habías dejado allí la silla de ruedas.

Tampoco me río. Y no porque el chiste no tenga enjundia -que la tiene-, es que me cae mal este tipo. Ha repetido veinte veces cada frase y no dejaba de reírse entre ellas. No soporto a la gente que se ríe de sus propios chistes.

El ex-cura se marcha. Le sigo con la mirada con la esperanza de que me alegre el día. Pero ni tropieza ni se da con un escaparate. Se aleja, despidiéndose del grupo de «mecánicos aficionados» que ahora rodea al lisiado. Probablemente tropezará al entrar en su casa pero yo no estaré allí para verlo y, si hay alguien allí, a lo mejor no le hace gracia. Todo un desperdicio.

Las opiniones que intercambian los indolentes que forman corrillo alrededor del ciclomotor llaman mi atención. Me aproximo pero guardo una prudente distancia, no vaya a ser que el cojo me arree un muletazo.

¿Hay algún espectáculo más sorprendente que este? Cinco ignorantes absolutos en mecánica del motor discuten entre sí. Dos de ellos lo hacen, además, con una pieza en la mano. Pieza que, descubro, han extraído del motor abierto para público sacrificio, ante los sorprendidos ojos del mutilado. En el suelo hay más piezas, es de suponer que de menor importancia.

La discusión sube de tono. Ninguno escucha a los otros. El tema cambia de la mecánica aplicada, pasando por las relaciones personales, para terminar en conceptos abstractos de dudosa urbanidad. La discusión se ha transformado en una pequeña trifulca y su centro se sitúa a varios metros del motor que la originó. El grupo se incrementa y se divide en dos bandos no muy bien definidos y en constante alternancia: los que gritan pidiendo guerra y los que vociferan en pro de la paz. Ajeno a todo ello, el lisiado intenta en vano colocar la pieza extraída del motor.

Esto sí me parece gracioso y me río por segunda vez del mismo hombre. Repetir un chiste es aburrido, pero que a un mismo tipo le caigan todos los chistes encima es divertido.

Empujo su mototricicleta, con la excusa de buscar un taller, pero con la firme convicción de que volveré a reírme. Atrás quedan el «fregao» y varias tuercas, bujías y manguitos.

¿Quién no mataría de un sopapo al payaso listo? ¿O a sus dos hermanos tontos si le defienden, utilizando, si es posible, su propia trompeta? En definitiva, el «clown» no nos hace gracia como a ellos, ni nos da lástima, ni siquiera miedo. La diferencia está en la mala leche. Nos caen mal los graciosillos.

Hay tantos talleres como bares. ¿Será porque después de pagar cada avería la sospecha de haber sido tomado por idiota te empuja a tomar una copa para reconciliarte contigo mismo?

Entramos en un taller. El jefe no aparece. Uno de los chavales con el mono renegrido, se excusa: Está desayunando. Carajillo de anís y, si se tercia, una partida de dados. Para hacer clientela.

Dejo allí al del motocarro y observo lo que hacen con él. Si le ayudase no tendría gracia. El más avispado de los chavales se adelanta. Con la lección bien aprendida de su maestro, echa una rápida ojeada al motor y dice:
MECANICO: ¡Huuy! Mala cara tiene ésto, eh. Va a ser avería doble.

Empiezo a dar por buena mi estúpida buena acción. Aún así, y para dar más veracidad a su aseveración, el aprendiz le pide al hombre que arranque. Este intenta explicarle que no puede porque lleva la pierna en la trasera.

No es que arranque con la pierna de madera, es que necesita apoyarse en ella para accionar la palanca con la buena. El chaval, harto de explicaciones, da él mismo la esperada patada. Mala suerte para el hombrecillo, buena para mí. La marcha estaba puesta y, al empujar bruscamente la palanca, el ciclomotor sale disparado hacia delante y choca con tal fuerza contra una bancada, que su ocupante sale disparado, pasando por encima del manillar. Queda malcompuesto entre las piezas de un desvencijado 127. No todo el mundo sabe que este es el peor motor para caer de bruces sobre él: sus piezas no son de aleación de aluminio. Lo que sí es de dominio popular es que los lisiados tienen mal genio y lo que no habíamos logrado en la calle cinco ingenieros, un ex-cura y un servidor, lo logra ahora un aprendiz de mecánico de automóvil.

Porque, para aliviar la situación, le cuenta el chiste de la enfermera que tras un parto y sin mediar palabra, estampa al recién parido contra la pared. Ante la sorpresa de la horrorizada madre, le aclara:
ENFERMERA: Que no. Que es broma… Que estaba muerto.

Yo ya me lo sabía, bien contado es hasta gracioso. El del carrito sin embargo no lo debe haber entendido. Los insultos e improperios que se abren paso a través de su ensangrentada boca son tan soeces, que el encargado tiene que interrumpir su partida de dados para venir a tranquilizarlo. El segundo aprendiz recoge la pierna del suelo. Está rota o, lo que es lo mismo en este lugar, tiene una avería. Me alejo del lugar carcajeándome a mandíbula batiente, diciéndome a mí mismo que, efectivamente, hay «avería doble».

Cegado por mis propias lágrimas me estampo contra un mueble urbano -de recogida de vidrio, creo-. Me desplomo en la calzada.

Cuando abro los ojos, un imbécil se ríe a carcajadas de mí. ¿Es posible que haya gente así en un país moderno? Me tengo que levantar solo, víctima de una mal disimulada conmoción y posibles lesiones internas. El espectador no para de reír. Para no ser un completo maleducado le digo que no le veo la gracia, por no decirle lo que es: un redomado hijoputa.

«Valiente hijoputa estas hecho» es el título del estudio que en su día publicaremos, con fines meramente educativos y para evitar que algo tan nuestro se pierda en favor del humor finlandés. Dejamos al lector el análisis del texto. Le aconsejamos, eso sí, que si va leyendo mientras camina por la calle, cierre la revista y espere a mejor ocasión. No podríamos evitar reírnos si ocurriese algo irreparable.

«Y usted, ¿de qué se ríe?» (Academia n. 11, julio-1995)