carlos lucas sabe adónde va

carlos en atilano, presidente

Hace un par de años Carlos Lucas empezó a escribir sus memorias. “Mi vida y el arte” las tituló. Cuenta en los primeros párrafos los antecedentes artísticos de su estirpe que se remontan a una bisabuela argentina establecida en España y a la hija de ésta, que formó una compañía familiar de zarzuela. En vena nostálgica mencionaba Carlos El viaje a ninguna parte como encarnación de lo que ha sido no sólo su infancia sino la historia toda de su familia.

Un año después asistimos en Zaragoza al reencuentro con sus antiguos camaradas de una compañía de teatro portátil. Estamos precisamente en la capital aragonesa, comiendo con uno de ellos, cuando Carlos, llevado por el hilo de la conversación, rezonga:

-Se sabía adónde se iba. No como la tontería esta que ha dicho Fernán-Gómez de “a ninguna parte”. Yo he visto la película y no le veo ninguna relación. Lo nuestro era todavía mucho más difícil que aquello, pero siempre se iba a alguna parte.

Y, sin embargo, las escapadas más o menos airosas de varias compañías ambulantes, las amistades perdidas con actores o directores a los que “ha perdido de vista” o los cambios súbitos de domicilio, conforman un currículum de evasiones que ni el gran Houdini.

Aún así, afirmaba que, como la heroína de Powell y Pressburger, él siempre sabía adónde iba.

Carlos era un funambulista de la memoria. Había que armarse de una buena pértiga para atreverse a cruzar sobre sus hombros el cable tendido de lado a lado del abismo. Quienes nos aventuramos con él recibimos la recompensa de un espectáculo inesperado: el amor a su oficio, la devoción familiar y una inocencia nunca del todo perdida en un mundo que la olvidó hace demasiado.

Probablemente la noche más emocionante de su vida profesional fuera aquella de 1995 en el Festival de Peñíscola en que recibió el premio a la mejor interpretación por el personaje de Sansoncito en Justino, un asesino de la tercera edad. No como actor de reparto, sino como mejor actor a secas. Los que hemos tenido el privilegio de vivir esos momentos con él intuimos que pesaban más en la balanza que el resquemor por las oportunidades perdidas.

Carlos Lucas sabía adónde iba.

De otro modo habría desertado, como tantos de sus compañeros, de un oficio en el que siempre ha estado en el pelotón. Si acaso, un triunfo de etapa le permitió subir al podium y ser el centro de atención durante unos minutos. Después, vuelta al anonimato.

Rodaba entre los modestos, empujando al líder. Parece que las grandes batallas se libran solo delante, pero aquí también hay codazos y cruces malintencionados. En los bordes de la carretera los rostros quedan atrás como manchas borrosas. Entre los que pedaleaban a su lado unos abandonaron por cansancio, otros sufrieron una caída, aquellos fueron descalificados por no jugar limpio. Pero él seguía dándole al pedal después de setenta y dos años, esperando ver la pancarta de meta.

Carlos Lucas podía haber sido ciclista. O cosmonauta. O banderillero… Pero era actor de reparto.

17 de diciembre de 2004

«Carlos Lucas sabe a dónde va» (Boletín de la Academia, 2005)