llamadme paul

La Cuadrilla se formó por destilación. En la primavera de 1986 éramos una agrupación polimorfa y mutante compuesta por un número indeterminado de ex-estudiantes de la Facultad de Ciencias de Información de Madrid y del Instituto Oficial de Radio y Televisión. Nuestro currículum sumaba entonces una veintena larga de cortos en súper-8 y dos en 35 mm, amén de otras actividades paralelas. Por entonces Flavio Labiano, inquieto amigo y director de fotografía donostiarra, nos propone embarcarnos en una producción financiada con su nueva marca: Sapaburu P.A. Como está radicada en San Sebastián puede intentar acceder a las subvenciones que en ese momento concede el Gobierno Vasco a fin de crear una mínima infraestructura productiva. ¿Qué tal la historia de un saltador de trampolín que se transforma en hombre-pez cual nuevo monstruo de la Laguna Negra? Si la consejería del PNV traga…

El germen del cuento está en la poderosa imagen del saltador soviético Sergei Shalibashvili fallecido durante los juegos de Edmonton en 1983 al golpearse la cabeza contra la plataforma. Para protagonizarlo recurrimos a Antonio Junco, con un físico envidiable y experiencia como actor. También contamos, para el papel del entrenador, con Popotxo Ayestarán, al que admiramos por sus pantomimas en la Orquesta Mondragón. Como el argumento mezcla comedia gamberra con el género fantástico (subgénero monstruo enamorado), escribimos el papel de un científico que diga obviedades a troche y moche. Decidimos apostar fuerte y ofrecer este rol de doctor en una película de hombres-peces al hombre-lobo nacional, Paul Naschy. Conste que por entonces sólo habíamos visto dos o tres películas protagonizadas por él y leído los reportajes que le dedicaban en «Terror Fantastic». Conste también que la alternativa era José María Caffarel. Y conste, por último, que estos cortos se hacían porque nadie cobraba un duro y nuestra estrella no iba a ser una excepción.

Localizamos su dirección y su teléfono en algún lado -probablemente en el Cineguía-, y le hacemos llegar un guión. Aplazamos el momento de telefonarle hasta el último segundo. Mejor el martes, que el lunes es mal día. Cualquier hora parece mala. Las diez… un poco pronto. Las doce… estará liado. La una… igual come temprano. Por fin, a las cinco de la tarde, como en los toros, marcamos.
–¿Dígame?
–Por favor… ¿Jacinto?
–Llamadme Paul.

Nosotros le llamamos Paul pero en el hotel de San Sebastián donde debe alojarse no parecen muy dispuestos a admitir a alguien que se niega a presentar ninguna acreditación identificativa y que dice apellidarse Naschy.
–No tengo carné -ni el tono ni la mirada admiten réplica.
–Es actor. En realidad se llama Jacinto Molina –intentamos terciar.
–Llamadme Paul, por favor.

Llegar hasta allí le ha supuesto un esfuerzo ímprobo. Ha aceptado el papel a pesar de que no le pagamos. Ha viajado en Talgo desde Madrid bajo los efectos de la medicación con la que palía las secuelas que los batacazos financieros de La bestia y la espada mágica / Ohkami-otoko to samurai (1983) y Operación Mantis (1984) han dejado en su ánimo. El último kamikaze (1984) y Mi amigo el vagabundo (1984), hechas en rápida sucesión y en régimen cuasifamiliar, han intentado mantener girando la rueda de Acónito Films, pero la muerte de su socio japonés, Masurao Takeda, es la puntilla definitiva a su periodo de oro. Con el paso del tiempo Paul iría desgranando algunos de estos episodios y cómo afectaron a su vida personal y familiar. Prefería obviar otras causas más evidentes, como la promulgación de la ley Miró o los cambios en los hábitos audiovisuales de los españoles en pleno boom videoclubero. Pero ahora estamos en la recepción del hotel en el Paseo Nuevo, ante una caserita a la que todos estos intríngulis le importan bien poco. Ella tiene un cliente sin identificación. Cuando conseguimos resolver el asunto y proponemos a nuestra estrella que descanse un rato en su habitación hasta la hora de cenar nos suplica o nos ordena:
–No me dejéis solo.
–Claro que no, Paul.

El rodaje de «Bajo las aguas» está concebido para que él sólo tenga que pasar en San Sebastián una noche. Llegada a media tarde. Cena al aire libre, en Urgull. A la mañana siguiente, cita temprana en el polideportivo de Anoeta para rodar su escena en el vestuario y un par de planos exentos en la piscina que luego insertaremos en el clímax. Aquí tiene un diálogo mínimo: «Quiera Dios que se arrepienta a tiempo». Nos pide que lo cambiemos por un «Ojalá se arrepìenta a tiempo». Vale.

popotxo y paul en pez

Por la tarde, la escena final en la que el doctor Larruskain / Naschy da «la explicación científica» al extraordinario caso del saltador convertido en pez y de cómo el amor es la unica curación para todos los males, éste incluido. Luego, regreso a Madrid en coche-cama.

A la hora de comer trasladamos iluminación y maquinaria de rodaje desde Anoeta a una villa de Fuenterrabía. Todo el material viaja en una furgoneta que luego sigue ruta hacia Francia. Cuando nos queremos dar cuenta la caja con las lámparas se ha quedado en la bandeja del salpicadero. El set para Paul ya está montado en un interior, donde el rodaje sin iluminación resulta impracticable. Le explicamos la situación.
–En todos los rodajes tiene que haber un imbécil –sentencia.

Y todos juraríamos que a lo lejos resonó un trueno.

Intentamos rodar esta escena en el jardín de la villa, pero el viento hace diabluras con los escasos cabellos que cubren su noble cabeza. La situación le enerva.
–Si estuviese aquí Florido… Florido nos hace los apliques a Charlton Heston y a mí. Yo, con aplique, «doy galán».
Nuevo trueno. Tomamos la decisión heroica de pedirle que se quede una noche más. Nuevos gastos de hotel en una producción bajo mínimos. Y una cena inolvidable trufada de perlas de experiencia…
–Yo lo doy todo con la mirada. Mejor me dobláis, porque con la medicación me cuesta un poco aprenderme los diálogos. Igual da… La interpretación está en la mirada.
–Christopher Lee es un señor. Yo le he visto comerse un bocadillo de chorizo sentado en un cajón de cámara sin rechistar. Luego podrá portarse como un cabrón, pero siempre, siempre, será un señor.
–Mi productora se llama Acónito Films. ¿Sabéis lo que es el acónito? La planta del hombre-lobo. Sólo se encuentra en el Himalaya.
–Hay que respetar al monstruo. El cine fantástico sólo tiene una norma: respetar al monstruo.

¡Ay, si se entera de que unos fabricantes de marionetas nos pedían el presupuesto total del corto por duplicar el monstruo de la Laguna Negra y que hemos optado por un modista local que nos ha propuesto un modelo hecho a base de gasas que sugieran algas! Nos oponemos, claro. El diseñador tiene otra idea que seguro que nos satisface, pero hasta el día del rodaje nadie ha conseguido verlo. Se trata de un mono de una pieza que cubre la cabeza del doble del hombre-pez y le impide respirar. Los ojos, de unas gafas de broma. Lo ha pintado a última hora sobre el cuerpo de la víctima, lo cual provoca al doble una dermatitis que a la larga le valdrá para librarse del servicio militar. Además, al sumergirlo en la piscina por priemra vez, ha encogido y la cremallera ha reventado, por lo que sólo podemos sacarlo de frente. Nosotros nos lo tomamos con humor. Pagamos el pato de la inexperiencia, pero es fundamental que, en el rodaje de la mañana siguiente, nuestro «muñeco» y Paul no coicidan. Lo recogemos en el hotel:
–¿Qué tal has dormido, Paul?
–No he pegado ojo.

Lo toreamos hasta donde podemos pero el encuentro es inevitable. La infinita tristeza que refleja su rostro cuando se cruza con el bicho por el pasillo es nuestro castigo.

Por fin filmamos su escena. Le dictamos el texto palabra por palabra desde el pie de la cámara. A su vera, Popotxo, con una pecerita en las manos, está irresistible. Dos tomas… por si acaso. En las dos la mirada de Paul está en su sitio. Quiere marcharse inmediatamente. Aún quedan un par de horas para que salga el tren, pero Popoptxo no aparece y esto le pone nervioso. El fotofija -grande como un castillo y con un optimismo a prueba de bombas- es el encargado de depositarlos en la estación.
–Bueno, pues bájame a mí y ya me tomo un menú en la cantina de la estación.
–¡No seas triste, Pablo! Ahora recogemos a Popotxín y os llevo a comer un arroz con txangurro como no lo habéis comido en vuestra vida.

Le doblamos. En los créditos figura su participación como una «colaboración estelar» en «el papel del Doktor Larruskain». Le invitamos a una proyección y es posible que viniera. Si no, nos llamó él. Quería que le escribiéramos un guión. El ritual consiste en acudir a su casa del barrio de Argüelles después de comer y ver sus películas en VHS comentadas en directo por él mismo.
–¿Cómo hicisteis ese efecto de las ratas ardiendo, Paul? –preguntamos ingenuamente mientras vemos El jorobado de la morgue (1973).
–Las rociamos con gasolina y las prendimos lumbre. No veas cómo chillaban, las cabronas.
–Esa katana la tengo en el recibidor. Me la regaló el coproductor de La bestia y la espada mágica antes de morir de un derrame cerebral… por las preocupaciones.
–Este guión lo escribí en dieciocho horas. Del tirón, a base de pastillas.
–Ayer me han llamado de Estados Unidos. Produce Spielberg. Les he dicho que no por el idioma.
–Tengo hecha toda la galería de monstruos de la Universal. Y mi Valdemar Daninsky y mi Alaric de Marnac son ya míticos. De los clásicos sólo me falta el Fu-Manchú.

Como Flavio es un productor a lo grande, ha decidido hacer un cartelito de «Bajo las aguas», cuyo título definitivo es Pez. Un DIN-A3 en blanco y negro del que realiza unas cuantas copias. Veinticinco, cincuenta… Le llevamos una de ellas a Paul, como recuerdo. La mira por encima, dice que no está mal y la deja en la consola del recibidor. Una semana después, según entramos por la puerta…
–Esto os lo podéis meter por el culo. ¡A quién se le ocurre! Poner mi nombre detrás del mameluco este de Junco y del payaso del Pochocho…
–No había mala intención, Paul. Los nombres van en el mismo orden que en los créditos.
–Si me da pena por vosotros. Esto lo ve Spielberg, que es admirador mío, y dónde quedáis, ¿eh? ¡Y cómo quedo yo! Lleváoslo, por favor.

No sabemos si dar media vuelta… Pero no. Nos hace pasar y vuelta al tresillo y a los VHS…
–¡Fijaos ahora! Cuando el hombre lobo pisa el charco en el que se refleja la luna. En el Festival de Cine Fantástico de París tuvieron que parar la proyección, con el público puesto en pie, aplaudiendo.
–Ésta película fue mi ruina. Costó una millonada. Nunca hay que tomarse el género a coña. El público no te lo perdona.
–Guridi, hijoputa, deja esa revista y atiende, que estoy hablando.

Hablábamos de su regreso. De un guión en el que rescatáramos, al modo de Corman, algunas escenas míticas de su carrera y que se pudiera rodar con presupuesto cortometrajístico. Bien empapados de su filmografía -vimos, incluso, Los cántabros (1980)- nos fuimos a casa a escribir. El resultado: treinta folios de tratamiento en los que Paul es el siniestro factótum del madrileño Cine Ideal, junto a la plaza de Jacinto Benavente. Puerta con puerta, hay un convento de monjitas donde acuden los indigentes a que les den la sopa boba. Las prostitutas de la cercana calle de la Cruz caen víctimas de un misterioso asesino que reproduce las muertes presenciadas en la pantalla del cine. Las infelices terminan sirviendo de alimento a los indigentes. Las monjitas están convencidas de que se trata de un milagro. Por supuesto, al final se descubre que el asesino no era Paul.

Se lo enviamos y esperamos su veredicto. Nueva reunión. Perplejidad. La primera sorpresa es que hayamos elegido una localización tan próxima para una película de terror… Aunque nunca se sabe, el hecho de que no transcurra en Transilvania puede conferirle cierta originalidad, asevera. Por lo que no pasa es porque el acomodador sea un tipo siniestro que vive de viejas glorias.
–Ya os lo dije. Yo con el aplique doy galán. Ahora estoy volviendo con la halterofilia. Tendríamos que poner algunas escenas en los que la taquillera se enamora de este tipo. Escribidme el guión para la semana que viene. Venga, quince días… Yo llamo a Gualberto Baña. Él nos garantiza la distribución, que me debe muchos favores. Y vosotros pedís una subvención de esas del Ministerio, ¿vale? A ver si podemos rodar antes del verano.

Nos costó más de una semana juntar el valor para llamarle y decirle que no sabíamos hacer lo que él quería.

paul en shh...

No hubo resquemores. Accedió a realizar una aparición estelar en Shh… (1986), un corto protagonizado por una secta de encapuchados que, al quitarse la caperuza, resultaban ser actores conocidos. Lo rodamos en una nave industrial que habíamos acondicionado como estudio, aunque tuviera graves inconvenientes para la toma de sonido directo. Paul solía pasarse por allí para mostrárselo a algunos interesados en sacar adelante su proyecto soñado, que terminó siendo El aullido del diablo (1987). Allí cumplió con su vieja aspiración de interpretar a Fu-Manchú. No obstante, nosotros habíamos escrito para él una personal versión del personaje de Sax Rohmer en La hija de Fu-Manchú ’72 (1989). Algo entre los productos tardíos sobre el malvadísimo siete veces doctor filmados y firmados por Jess Franco y el Dame un poco de amoooor (1968), de José María Forqué. Paul tenía muy claro que su caracterización debía ser la de Henry Brandon en el seríal de la Republic. Ni Boris Karloff ni Christopher Lee le convencían. Ya hemos contado en otro lugar cómo, mientras nosotros rodábamos este refrito de literatura pulp y sicodelia pop, caía el muro de Berlín.

Al legendario «¡El mundo volverá a oír hablar de mí!» añadimos, como quien no quiere la cosa, un no menos contundente: «¡En todas partes tiene que haber un imbécil!». Esta vez el retumbar del trueno estaba garantizado por la banda de efectos. La frase llevaba camino de convertirse en un «leit motif» porque dejamos la caracterización en manos de unos principiantes -nosotros también lo éramos- y Paul nos llamó a capítulo para que viéramos cómo la pintura amarilla chorreaba sobre una calota que no terminaba de ajustar.
–No es esto. No es esto.
–Con el gorro no se le ve –argüían los maquilladores.
–Ya, pero Paul tiene razón. Rodamos esto para que él pueda hacer de Fu-Manchú. Vamos a llamar a Florido.
–No. A Florido, no, que no me hablo con él desde El aullido del diablo. La he rodado con Caroline Munro. Un poco diva pero bellísima. Dos veces chica Bond. Ha trabajado con Vincent Price, con Christopher Lee… y conmigo. ¿Quién es esa chica que hace de mi hija?
–No preguntes, Paul. ¿Qué hacemos entonces con tu caracterización?
–Hablad con Novoa.

paul en la hija de fu-manchú '72

Dos días más tarde Manuel Novoa le ha convertido en un clon de Henry Brandon. Cortamos para comer. Paul se viene a la casa de comidas caracterizado.
–La cabeza me va a explotar. Esta calota me está matando.
–¿No quieres que te la quiten para comer?
–Cuando me maquillaban de hombre-lobo pasaba nueve horas apoyado en una tabla, sin parpadear siquiera. Bebía con una pajita.
–Lo sabemos, Paul.

Escribimos, trabajamos, hicimos otras cosas. Cinco años después nos pusimos de nuevo en contacto con él. Estábamos preparando Justino, un asesino de la tercera edad (1994), nuestro primer largometraje. Le ofrecimos un papelito en el que volvía a interpretar al doctor Larruskain de Pez. Nos llama indignado. Él quiere ser Justino. Le contamos que ya hemos pensado en ello pero que nos parece un error de casting garrafal ponerle como ancianito que, inesperadamente, empieza a cargarse gente. No habrá espectador que no lo esté esperando desde el primer minuto.
–Pues por lo menos el papel del amigo.
–No sabemos aún quién lo va a hacer pero a ti no te va nada, Paul.
–Bueno, pues le escribís unas cuantas escenas al doctor este. Dadme diez páginas de texto. Una es un insulto.
Fernando Vivanco hizo el papel.

En sus memorias escribe Paul: «aquello no era un cameo, era un camelo».

Era el presidente del Círculo de Escritores Cinematográficos cuando nos dieron el premio al mejor guión original de aquel año. Fuimos a la ceremonia. Le saludamos. Nos felicitó.
–Sois unos hijoputas, pero os lo merecéis. Felicidades.
–Gracias, Paul. Ya habrá ocasión de hacer algo juntos.

La década en la que confluyeron su sabiduría del oficio -¡aquella mirada!- y nuestras ilusiones de descerebrados se nos había deshecho entre los dedos. Nuevos fans del género, más canónicos en sus gustos y más duchos en el arte de narrar en imágenes, han pasado tras la cámara demostrado que el afán de Paul por conectar con el público no era una quimera. Él ha seguido peleando hasta el final. Nosotros entramos en fase de hibernación después de rodar tres películas. No se presentó la oportunidad de volver a colaborar. Culpa nuestra: nunca hemos sido capaces de tomarnos del todo en serio al monstruo.