Hace aproximadamente un mes fallecía en Madrid el cineasta gijonés Florentino Soria. Y utilizamos el termina cineasta no en el sentido restrictivo que se le suele dar, como sinónimo de director, sino en el más amplio que el termino permita abarcar. Porque Florentino fue antes que nada un cinéfilo irredimible, pero también gestor, guionista, actor natural…
Supimos de su existencia casi en paralelo, como presencia connatural en los repartos berlanguianos, y por el irreprimible sentido del humor que destilaba la correspondencia oficial que había dejado en la Filmoteca Española, cuando la abandonó tras haberla dirigido durante casi cuatro lustros. Fueron los años en que la Filmoteca abandonó las catacumbas y pasó a ser un archivo comprometido con la conservación del patrimonio.
Empezamos entonces a rastrear su nombre como guionoista en alguna de las obras más interesantes del cine español, como Calabuch (Luis G. Berlanga, 1956) o La vida alrededor (Fernando Fernán-Gómez, 1959), e incluso, llegamos a ver su reneclairiana práctica como estudiante de dirección de la primera promoción del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas. Leímos algunos textos suyos cargados de simpatía por la materia que trataban, como aquella aproximación a la comedia española editada por el Imagfic en 1986 o la monografía dedicada a José María Forqué -con el que había colaborado en La cera virgen (1970)- publicada por la Filmoteca de Murcia.
Fuimos así, acercándonos a él de un modo indirecto, pero cuando le llamamos para que interpretara a uno de los banqueros de Atilano, presidente era como si lo conociéramos de toda la vida. Durante el rodaje fue siempre cordial, generoso con el caudal de anécdotas que había vivido en primera persona desde las dos orillas -la creativa y la administrativa- de la cinematografía española.
Cuando le pedimos que inventara un gesto que cómico para condenar sin palabras a un adlátere caído en desgracia, improvisó aquel ajustarse el nudo de la corbata que tan gracioso resultaba con su perfil aviario, su mentón prominente y su flequillo de chico travieso.
Una sola pega nos puso. No quería poner énfasis ninguno en una sugerencia de pedofilia que habíamos colado en el guión con nuestra peor mala baba. Nos había parecido que en él no podía ser interpretado como una canallada, pero aceptamos sus condiciones porque comprendimos al punto que aquello repugnaba a su natural bonhomía. Porque, por encima de todo, Florentino Soria fue un hombre bueno.