Maestre. Francisco, Kiko, Paco. Carne de esperpento. Excesivo y barroco siempre.
Nacido para interpretar a Nieva. Premio Max por “Pelo de tormenta”. Lo contaba con el indisimulado orgullo de los humildes.
Voz tonante, físico imponente. Vamos, que imponía. Zarzuelero. Profesional generoso de ocurrencias. Independiente, irreductible. Trabajador consciente y comprometido. Y batallador a la hora de las reivindicaciones, faltaría más.
En cine, un paso por detrás del protagonista, sabiendo cómo no ahogarlo con su humanidad. Ilusionadísimo cuando le ofrecieron ser chico Almodóvar.
Espectador de lágrima fácil. Cocinillas. ¿No había ascensor o es que siempre estaba estropeado en aquél caserón de la calle Alcántara en cuyo piso más alto vivía? “¡Así, cómo no voy a adelgazar!”, decía.
Casi treinta años de amistad. ¿Quién interpretará ahora al barítono venido a menos que se busca la ruina cuando le ofrecen trabajo en un teatro sito frente al convento en el que diariamente hace cola para comer doble ración de sopa boba?
Podría suscribir aquel epitafio que, entre bromas y veras, ideó para sí mismo Edgar Neville: “Al fin me quedaré en los huesos”.
«Paco Maestre» (Fotogramas, 2011)