Charly Bravo y Ana Sáez, por Víctor Coyote
Charly Bravo -exlegionario, caballista, actor de reparto, músico suburbano- era compinche de Carlos Lucas. Éste debió de avisarle de que había unos chalados con los que había hecho una película y que no le hacían ascos a tipos curtidos en todo tipo de cines. Así que se plantó en la oficina en la que estábamos de prestado preparando Matías, juez de línea y le dijimos que sabíamos quién era y que si le apetecía venirse cinco semanas a la Marina lucense y ser uno de los habitantes de nuestro San Amancio. Había que estar allí fijo y sólo se cobraba por jornada en la que se interviniera en la película, pero semanalmente llegaba el pagador de Madrid con las dietas. Con nosotros todo se resolvió con un apretón de manos, como a él le gustaba, aunque imaginamos que luego pasaría por la productora y firmaría un contrato.
En el rodaje tuvimos nuestros más y nuestros menos. El último fin de semana, la gente de Loiba -el San Amancio de la película- decidió invitarnos a una sardinada. En justa compensación en seguida se montaron grupos de trabajo. El equipo técnico -sector orfeón donostiarra- cantaría unas coplillas dedicadas a cada uno de los del pueblo para finalizar un acto cuyos maestros de ceremonias serían Manquiña y Morris. Carlos Lucas recitó el monólogo de Segismundo en La vida es sueño, cantó un aria de alguna zarzuela y realizó un par de números cómicos. Popotxo interpretó un entremés mudo de creación propia y Charly Bravo cogió la guitarra y la armónica para ofrecer a los estupefactos paisanos un recital de blues alcohólico.
Hace tiempo que habíamos dejado de verle en su papel de bluesman de la estación de metro de Alonso Martínez. Nos enteramos por un comunicado de AISGE de que ha fallecido el martes pasado, 23 de junio de 2020, en la pensión de la trasera de la Gran Vía en la que llevaba viviendo las últimas décadas. Se habla de él como el más prolífico intérprete español de westerns, lo que hizo sin acreditar cientos de veces en su condición de caballista. También se menciona su intervención en Conan, el bárbaro (Conan de Barbarian, John Milius, 1982). Como protagonista hizo Robin Hood nunca muere (Francesc Bellmunt, 1975), uno de aquellos tiros al aire de Profilmes, una vez agotado el filón del fantaterror, pero de lo que de verdad se sentía orgulloso era de su protagonismo en El gran amor de Max Coyote (Javier Memba, 1989), un episodio de la serie Delirios de amor que era lo más próximo a su carácter que había hecho nunca. El resto, decía, eran «filmetes».