Redactamos esta confesión tras asegurarnos de que todos nuestros delitos han prescrito. Los treinta y tantos años transcurridos desde que hicimos estos cortometrajes tampoco nos han vuelto propensos a la nostalgia. Somos conscientes de sus muchos defectos y sus escasas virtudes. Unos y otras proceden de factores intrínsecos y extrínsecos. Abordémoslos por orden…
Nos conocimos en la facultad de Ciencias de la Información en 1978. Éramos un grupo de procedencia geográfica y social heterogénea y, por aquello de la mutabilidad de los planes educativos, ninguno proveníamos directamente del COU. Algunos habían dejado colgados otros estudios universitarios más formales, otros llevaban ya años trabajando y había quien compatibilizaba la carrera con la formación práctica del Instituto Oficial de Radio y Televisión. Porque, in illo tempore, lo de las prácticas era poco menos que una entelequia. En segundo y tercero trabajábamos con tres modestas cámaras Piher en blanco y negro conectadas a una mesa de mezclas cuya señal se grababa en cinta abierta. No es raro que nos lanzáramos a la realización de superochos. Quien más y quien menos tenía una cámara y un proyector en casa. Nosotros compramos además una moviolita manual y una empalmadora. Los cartuchos de material reversible color costaban unas ochocientas pesetas —el equivalente a un par de gin-tonics— y, rodando sin sonido y a 18 fotogramas por segundo te salían unas peliculitas bien majas de tres minutos. Una vez montada la llevabas a un pequeño laboratorio de la calle Azcona para que le pegaran una banda magnética y sonorizabas en casa en directo, colocando el micro del proyector ante el equipo de música y locutando o doblando diálogos a toma más o menos única.
El primer corto de estas características realizado colectivamente se tituló Despojos y fue fruto de una sesión alcohólica matutina. Carecía de argumento y nos pareció que lo más adecuado para sonorizar aquella especie de pogo-happening era un tema de los Ramones que, para colmo, pusimos a 45rpm. Lo presentamos a un concurso organizado por la Universidad Complutense en 1980 y, sorprendentemente, ganó uno de los premios, lo que nos animó a comprar más cartuchos y a seguir aberrando en dosis de no más de seis minutos. Hasta mediados de la década hicimos una treintena de peliculitas dirigidas, interpretadas y sonorizadas entre dos, seis o diez compañeros de clase. Carecían de títulos de crédito así que para cada sesión juntábamos unos cuantos y nos poníamos un nombre colectivo ad hoc: Los Sputniks, Otra caída de William Demarest, Aitor Larruscain y su cuadrilla…
Éramos unos privilegiados: coleaba el punk y su filosofía de la contundencia y, aunque los trece meses de servicio militar obligatorio estaban siempre ahí, la heroína sólo nos tocó de refilón. De modo que podríamos haber seguido así hasta hoy si no fuera porque en 1983, Miguel Vidal, uno de los miembros más o menos fijos del grupo decidió que iba a invertir sus sueldos atrasados como ATS en poner en marcha una producción con unas latas de negativo caducado en 35mm. El objetivo era hacer un corto en formato profesional al menor coste posible. La ideación colegiada del asunto y la dirección mancomunada se limitó a los tres que entonces manteníamos la maquinaria superochista en funcionamiento: Raúl “Eh Eh” Barbé, “Ciclón” Guridi y “Gallito” Aguilar. Para la ocasión, la Escuadrilla Lafayette.
Regía entonces la normativa de 1977 que obligaba a poner un corto acompañando a cualquier largo en salas de estreno y repartía entre todos los de nacionalidad española un cinco por ciento del Fondo de Protección a la Cinematografía. Era la época de oro de César Fernández Ardavín, capaz de facturar ciento y pico títulos al año a base de truca y de variaciones sobre un mismo tema turístico. La mitad del dinero destinado a la protección del cortometraje iba a parar a él. Otros seguían distinta estrategia: Cinema del Callejón asumía casi cualquier proyecto, organizaba la producción seriada en los meses de noviembre y primeros días de diciembre y entregaba las películas resultantes en el Ministerio en el plazo justo para que el periodo de cobro de la subvención automática fuera mínimo. Por supuesto, en este esquema productivo nadie cobraba, sólo los eléctricos. Además, el negativo estaba, en efecto, caducado y Miguel tuvo que recurrir a un préstamo personal para comprar in extremis dos o tres latas de material a la casa Kodak. La cámara y la iluminación se alquilaban el viernes por la mañana en Camara Rent y Sadilsa, respectivamente, por un día y se devolvían en lunes a las ocho de la mañana. Durante esas sesenta y tantas horas no se paraba. Claro, que ya no cabía el juanpalomismo que seguíamos practicando en Super-8. El equipo de Miguel Ángel Trujillo, diplomado en fotografía en la Escuela Oficial de Cinematografía y codirector con Juan Miñón de Kargus (1981), un largo hecho a base de cortos recosidos, vino en nuestro auxilio. Julián Núñez organizó un poco el rodaje como ayudante de dirección, José María Bloch se encargó del sonido directo y Kiti Manver aportó su oficio y su vis cómica a un elenco amateur. Luisma del Valle aceptó encargarse del montaje y las mezclas de sonido y el laboratorio Fotofilm consintió en aplazar los pagos hasta que pagaran las subvenciones. Cumplieron y cumplimos. Cupido se enamora (Escuadrilla Lafayette, 1984) estaba terminado.
Quedaba el trámite administrativo de la entrega de una copia en buen estado en Filmoteca Española para poder acceder a la subvención automática. A través de quienes habían hecho cortos para Cinema del Callejón nos enteramos que se entregaba la copia 0 de laboratorio, que no iba a tener otro uso que el de servir para el etalonaje. Esta copia se tiraba sin el rodillo de salida porque allí figuraba todo el equipo, al que, a pesar de no cobrar, habría que haber dado de alta en el régimen especial de la Seguridad Social. En los títulos de cabecera figuraban los dos o tres actores principales y Miguel asumía en el formulario de datos finales que se proporcionaban a la Dirección General de Cinematografía todas las funciones: guión, dirección, fotografía, montaje…
En el campo clave de la distribución sobresalían José Esteban Alenda y Paco Merayo, que desde su Ponferrada natal había saltado al ámbito estatal especializándose en el espinoso asunto del cortometraje. Por decantación natural, terminamos trabajando con Paco. Dudamos que Miguel viera nunca un duro de una liquidación, pero nuestro primer corto se proyectó en el Palacio de la Música como preludio a Corazonada (One from the Heart, Francis Ford Coppola, 1982). No podíamos pedir más.
Al año siguiente repetimos, claro. Luis tenía acceso a una nave industrial sin uso inmediato en la zona de Hermanos García Noblejas y allí montamos nuestro flamante Estudio 22. Para Un gobernador huracanado (Cuadrilla Doroteo Arango, 1985) construimos nosotros mismos los decorados e incorporamos nuevos profesionales al equipo, como los actores Paco Maestre y Maru Valdivielso y la montadora Cristina Otero, procedente del IDHEC parisino. Eso sí, decidimos prescindir del sonido directo y volvimos a la práctica superochística del doblaje a lo bruto.
Para entonces varias cosas habían cambiado, entre ellas el servicio militar y una nueva legislación cinematográfica, conocida como Ley Miró, que cambiaba el sistema de subvenciones automáticas por uno que valoraba el presupuesto y la calidad del cortometraje. Ni que decir tiene que nunca pasamos del último escalón en estas valoraciones oficiales. Cubiertos los costes de negativo, alquiler de equipo, laboratorio y el salario de los eléctricos, la cosa solía salir lo comido por lo servido. Lo malo era que dichos costes se incrementaban de mala manera con la picaresca de inflado de presupuestos favorecida por la nueva fórmula de subvenciones anticipadas a proyecto.
Nuestra actividad delictiva seguía siendo más modesta. A la habitual, sumamos el robo de la luz de una farola del ayuntamiento, lo que nos obligaba a rodar de noche. La música salía de nuestras colecciones de discos y, para no tener que declarar que no habíamos pedido permiso, nunca dimos de alta la obra en ninguna sociedad de gestión de derechos de autor.
También se había puesto en marcha un procedimiento para incentivar la producción de cortometrajes en Euskadi. La Ley de Cinematografía del Gobierno Vasco de 1983 otorgaba una ayuda del 25% del presupuesto a los cortometrajes, siempre que estos estuvieran rodados en Euskadi por una productora y con una parte relevante del equipo afincada en el territorio y se asumiera la obligatoriedad de realizar una copia en euskera. Hacía tiempo que manteníamos una relación estrecha —ajena a los superochos, eso sí— con el donostiarra Flavio Labiano, estudiante de fotografía en el Instituto de Radio Televisión. Luis tenía familia y casa en San Sebastián y por allí parábamos siempre que podíamos. Flavio nos propuso que rodáramos un corto que cumpliera con la nueva normativa y así surgió una historia de querencia fantastique en la que le pedimos a Paul Naschy que interpretara un papel de colaboración.
Flavio constituyó Sapaburu Producciones Audiovisuales y financió Pez (Cuadrilla Luisguridi, 1985) a base de avales familiares. Él asumió la producción, la elección de localizaciones —el palacio de Aiete, el polideportivo de Anoeta, el Aquarium— y la dirección de fotografía, así que el resultado es tan suyo como nuestro. También fue idea suya ponernos en contacto con Alejo Alberdi, de Derribos Arias —cuyo tema Branquias bajo el agua habíamos ilustrado en unos de nuestros superochos—, para que compusiera la música original. La otra conexión musical fue la incorporación a nuestra compañía estable de actores del gran payaso de la Orquesta Mondragón, Popotxo Ayestarán, Buster Keaton a este lado del Urumea.
Con planteamientos análogos sacamos adelante la intriga masónica Shh… (Escuadra Cobra, 1986) para Miguel Vidal y el slapstick ramoniano Tarta-Tarta-Hey (Escuadrón Suflé, 1987) para Sapaburu. Rodamos el primero de ellos de nuevo en Estudio 22, donde Polo y Bombín nos echaron una mano en la construcción de un sofisticado decorado que reproducía unos doce metros de fachada de dos edificios contiguos por los que tenía lugar la persecución que constituía el nudo y el desenlace de la cinta. En la fotografía se relevaron Trujillo y Flavio, en una suerte de alternativa simbólica. En cuanto al anecdotario de Tarta-Tarta-Hey, rodado en las naves de la Niessen en Rentería, daría para un texto que excede el alcance de estas notas de urgencia. Baste decir que la factura de gin-tonics superó la del negativo.
Habíamos hecho cinco cortos en 35mm en cuatro años y seguíamos manteniendo el Super-8 como alternativa familiar. La rutina nos impulsaba a presentarnos a cuanto festival pudiera estar abierto a nuestras propuestas: Alcalá de Henares, Huesca, Carabanchel, la sección de cortometrajes de San Sebastián, el de Cine Documental y Cortometraje de Bilbao, el del Cinestudio Griffith… Nos parece recordar que conseguimos algún premio en Alcalá y Carabanchel. Todos tenían su dotación económica, así que más allá de la honrilla, lo fundamental era seguir haciendo cosas. Bueno, cosas… Un largo. Queríamos hacer un largo. Sin subvenciones anticipadas que era lo que nos impedía precisamente acceder a este formato. Escribíamos guiones —alguno para Paul Naschy—, razonábamos que si Roger Corman podía rodar películas en una semana por qué no nosotros, y hacíamos planteamientos de guerrilla para trasladar nuestras estrategias de producción al largometraje sin pasar por el aro de la Ley Miró. Tardamos siete años en poder hacerlo y todavía en 1989, mientras en Berlín derribaban el muro y todos caíamos en la cuenta de que cómo el capitalismo no hay nada, hicimos un último corto con Miguel como productor y Flavio tras la cámara: La hija de Fu-Manchú ’72 (Escuadlilla Amalilla, 1990).
Como nosotros, Enrique Urbizu —Edición especial (1988)—, Juanma Bajo Ulloa —El reino de Víctor (1989)—, Julio Médem —Patas en la cabeza (1985)—, Pablo Berger —Mama (1989)— y Álex de la Iglesia —Mirindas asesinas (1990)— se incorporaron al cortometraje a lo largo de la década. Coincidimos todos —ellos más que nosotros— en Madrid haciendo largometrajes a mediados de los noventa, cuando por fin conseguimos irrumpir en el cine profesional. Parte de los equipos se habían forjado en estos cortos y hubo trasvases con quienes más afinidades manteníamos por entonces: Álex de la Iglesia, Daniel Monzón y Santiago Segura. Cuando se estrenó Justino, un asesino de la tercera edad (La Cuadrilla, 1994), iba siempre acompañada de su cortometraje Evilio vuelve (El purificador) (1993). Pero ésa es otra historia y es posible que nuestros delitos de entonces no hayan prescrito aún.