Jordi Batlle Caminal: «Aquí huele a muerto», en La Vanguardia, 30 de septiembre de 1998.
La Cuadrilla, ente bicéfala que oculta los nombres de Luis Guridi y Santiago Aguilar, sentó cátedra en la comedia española con Justino, un asesino de la tercera edad, aprobó con un suficiente en Matías, juez de línea y, ahora, pasa reválida con Atilano, presidente, película que cierra la trilogía que ellos han dado en llamar «España por la puerta de atrás», un retrato en negro de la piel de toro en los felices días de la democracia.
El toro, precisamente, era el espectro sobre el que se cincelaba el justiniano primer largometraje de La Cuadrilla. El fútbol circunscribió la segunda entrega de este esperpento en tres actos. Y la política, muy coherentemente, pone la guinda al pastel en Atilano, presidente, una suerte de Bienvenido Mr. Chance mesetaria que viene a demostrar, con irreductible mordacidad, que, convenientemente manipulado por quienes en realidad ostentan el poder, cualquier hijo de vecino puede triunfar en el ruedo político. Que el elegido (por los banqueros y por La Cuadrilla) sea un funcionario de los servicios funerarios, un humilde españolito adicto a la taberna y a desplumar las cuentas corrientes de los recién fallecidos (con estrategias que pasan por el «gore»: cortar el índice del cadáver para dejar huella en los papeles de trámite), añade un toque necrófilo a esta ya de por sí negra, negrísima comedia que hermana política y funebridad con desarmante desparpajo.
Bajo su capa de comedia paródica, Atilano, presidente contiene muy mala uva, una mirada descreída, amarga a nuestro entorno social. La Cuadrilla ha optado por no convocar la sal gruesa ni la caricatura vulgar (esto no es, ni de lejos -y a Dios gracias-Vota a Gundisalvo ni ¡Que vienen los socialistas!), por mantener un tono neutro que puede llevar al espectador a considerar su película como una comedia apagada, sin chispa. Pese a ello, su radiografía es atinada (o políticamente correcta), su «look» no tiene mácula (la dirección artística de Arrizabalga y Biafra es notable) y el reparto, una vez más, va un punto más allá de lo magnífico, con un entonadísimo Manuel Manquiña en cabeza y esos secundarios gloriosos (Prendes, Saturnino García, Carlos Lucas o María Isbert) que siguen escribiendo con letras de oro la historia de la comedia española.
Alberto Bermejo: «Promesas incumplidas», en Metrópolis, 2 de octubre de 1998.
Caricaturizar la realidad política continua escapando a las posibilidades del cine español. Los intentos más o menos serios durante la Transición se saldaron con fracasos más o menos estrepitosos y esta nueva tentativa se encuentra con la dificultad añadida de que la propia realidad política a la que alude es una caricatura de sí misma.
La nueva película de La Cuadrilla, seudónimo de los directores Santiago Aguilar y Luis Guridi, parte del presuntuoso supuesto de considerar su propuesta ingeniosa y divertida. Pero lo cierto es que las tribulaciones de un don nadie convertido en improvisado candidato a la presidencia del Gobierno por un partido manejado desde la sombra por los poderes fácticos de la España profunda y eterna no pasa de ser una ocurrencia de andar por casa, sólo aceptable para paladares poco exigentes, repleta de obviedades sin gracia y encajada con torpeza en un guión endeble que va dando tumbos en direcciones divergentes y contradictorias, patético cuando intenta hacer reír y grotesco cuando trata de reconducirse hacia una gravedad incongruente e inverosímil.
La trayectoria de La Cuadrilla, tras la sorprendente y muy inspirada Justino, un asesino de la tercera edad, enraizada en la mejor comedia negra y esperpéntica del cine español de los 50, se ha visto comprometida por unas premisas de difícil cumplimiento. Lo racial, que en su debut sonaba a auténtico y surgía con espontaneidad de la anécdota argumental y de los ambientes en los que se desarrollaba, se congela aquí en un pálido reflejo de sus intenciones. El excelente partido que sacaban a un reparto de estupendos secundarios se diluye en el canto de un coro desangelado en el que nadie brilla con luz propia y en el que todos parecen perdidos en un galimatías sin sentido.